miércoles, 30 de julio de 2014

Gustavo.

El siguiente relato es una versión corregida de "Muchacho desconocido".
Gracias por tu visita.

Lo conocí vagando por el centro de Asunción. No recuerdo si entonces todavía estaba en el colegio o si fue después, durante ese período en el que buscaba sin éxito mi primer trabajo. Lo cierto es que lo vi en una de las plazas del centro. Estaba sentado en un banco con los brazos extendidos sobre el respaldo y las piernas abiertas de par en par. La visión de aquel muchacho ofreciéndose a los que pasábamos por ahí me resultó tentadora, demasiado para no aprovechar el banco vacío frente a él. Reconozco que fue bastante atrevido de mi parte pero, tal vez sin ese súbito ataque de osadía no estuviera contando este relato. Seguramente otro en su lugar me hubiera encontrado pesado y hasta se hubiera molestado. A él en cambio parecía no incomodarle mi mirada insistente y obstinada, como si en el fondo le gustara la poca discreción con la que me perdía en su entrepierna. En una de esas se acomodó groseramente el bulto mientras me clavaba los ojos. El movimiento de su mano había sido rápido pero lo suficientemente explícito para que lo tomara como una invitación. De un instante al otro me encontré conversando con aquel muchacho desconocido. Me dijo que se llamaba  Gustavo y que tenía unos veinte o veinticinco. La verdad su nombre es lo único que recuerdo con certeza. Lo demás son puras conjeturas mías a partir de un puñado de recuerdos que me quedan de él. En todo caso sé que era unos años mayor y si la memoria no me falla vivía por San Lorenzo. Por los pronunciados rasgos de su rostro me gusta creer que tenía orígenes indígenas pero que por vergüenza o desconocimiento no me lo había hecho saber. Esto, y la tosquedad de sus gestos, no hacían sino acentuar su masculinidad. Desde el momento en que me senté a su lado pude sentir al hombre disimulado bajo esa apariencia de muchacho imberbe. Su cuerpo era macizo y estaba marcado naturalmente. Todos sus movimientos y las palabras pronunciadas desprendían una sensualidad salvaje, casi animal que me hizo olvidar el tiempo, el hambre y el calor del mediodía. Nuestra conversación en aquella plaza se extendió hasta entrada la siesta. En realidad más que conversar estuvimos perdiendo el tiempo tratando de ponernos de acuerdo. Ninguno de los dos tenía lugar y yo era al parecer el único con algo de dinero en los bolsillos. Luego de un largo silencio de su parte y  muchas hesitaciones por mi lado, comprendí que él no cedería. No me parecía justo que fuera yo el único en pagar el hotel, sobre todo sabiendo que en ello se me iría todo el viático de una semana.  Pero como al final era yo el que más morbo tenía, acabé cediendo. Le hablé de un lugar que alquilaba piezas por una hora e incluso media. Entonces se le ocurrió otra idea y fue así como terminamos en las escaleras de aquel edificio. Yo acepté porque a esas alturas me carcomían las ganas y poco me importaba ya el lugar o las condiciones impuestas. Lo que quería era tener un minuto de privacidad con él para poder acariciar ese paquete hinchando que discretamente me había mostrado cuando estábamos sentados en la plaza. El edificio en cuestión se encontraba solamente a unas cuadras de ella y entramos a él por un pasillo estrecho que conectaba el ascensor y las escaleras con la calle. No había portero ni movimiento en la entrada, por lo que nos resultó muy fácil deslizarnos hasta la escalera y subir unos cuatro o cinco pisos para detenernos entre dos, justo allí donde la luz llegaba escaza. Él se había parado un escalón más arriba y al voltear hacia mí, me pareció mucho más imponente de lo que era. Luego se inclinó para pedirme en voz baja, al mismo tiempo que se desabrochaba el cinto, que no hiciéramos ruido. Obviamente saber que alguien podría descubrirnos en cualquier momento me hacía temblar las piernas, así que obedecí ciegamente. Mi mano, al ver aquel pedazo de carne abriéndose paso entre su bragueta, se aferró inmediatamente a él e inició un vaivén frenético producto de la excitación acumulada desde la mañana. Descubrí que casi no tenía vellos púbicos, lo que le daba a sus testículos una textura suave y delicada que contrastaba con la rigidez de su sexo. Me llamó la atención esa técnica tan particular que tenía de besar. En lugar de introducir violentamente su lengua en mi boca se limitaba solamente a dar pequeños pero continuos golpecitos con los labios. Al principio me pareció extraño pero al cabo de unos segundos tuvo el mismo efecto que un beso con lengua y me excitó incluso más, tanto que no pude anticipar las contracciones de su miembro. De pronto, una seguidilla de chorros calientes salpicándose en mi abdomen me anunció lo que estaba pasando. Por suerte él había tenido el reflejo de levantarme la camiseta unos segundos antes. Se sacudió las últimas gotas de semen a un costado y empezó a ajustarse el pantalón mientras yo trataba, con mucha dificultad, de eliminar la evidencia que quedaba sobre mí de aquel furtivo encuentro. En un abrir y cerrar de ojos estábamos saliendo a la calle, y él, sin despedirse, se marchaba con mis últimos billetes. 


J.G. Hood.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Déjà vu

     Joel fue el nombre con el que se me presentó cuando subí a su coche aquella tarde. Poco tiempo después mi mano se precipitaba sobre su bragueta y él comenzaba a desabrocharme el vaquero. Al principio quise detenerlo: estábamos estacionados en pleno centro de la ciudad y la gente no tardaría en invadir las calles al salir del trabajo. Pero su voz grave en mi oreja, sus movimientos afirmados y la textura vellosa de aquel cuerpo pegado a mí, acabaron por convencerme de que el polarizado en las ventanillas nos ocultaría de los transeúntes. Al rato sus dedos se deslizaban entre mis nalgas y se introducían en mí sin que yo me opusiera a ello. Mi sexo apoyado contra su costado derecho respondía firme a sus caricias y a cada una de las palabras que fue colocando en mi mente. Se bajó el pantalón hasta los tobillos, me acercó a su miembro y me sujetó la cabeza como si temiera que yo me escapara de su entrepierna. Después me retiró lo que me quedaba de ropa, me extendió de espaldas a él, sobre los asientos reclinados y convertidos en una improvisada cama. Cuando se echó sobre mí, presionando su sexo contra mis glúteos, comprendí lo que estaba buscando. Le hablé de un motel que conocía para estar más cómodos: él esquivó la propuesta y ni siquiera la reconsideró cuando una pareja de policías pasó a nuestro lado. Confieso que en ese instante pensé en abandonar el vehículo. Sin embargo aquello no pasó de un susto y ni lo incómodo del habitáculo en el que estábamos superaba la excitación que me producían su respiración agitada sobre mi boca y su cuerpo caliente frotándose contra el mío. Segundos después ya no me importó ni el lugar ni la gente pasando al rededor. Me adapté a sus deseos. Me dejé penetrar sin resistencia y luego acepté que acabara en mi boca. En el momento el gesto me valió sus elogios y el placer de sentir aquel fluido sobre mis labios fue lo suficientemente intenso para no pensar en los riesgos. Recién ahora comprendo lo estúpido que era durante esos años de mi juventud. Me bajé del coche ilusionado, con su olor todavía impregnándome la piel y con la promesa de que volveríamos a vernos. Por supuesto, me quedé esperando. Perdí la cuenta de la veces que pasé por el lugar donde nos habíamos conocido aquella tarde y esa primera semana su nombre estuvo llenando mis noches de insomnios. Afortunadamente la desilusión del momento se diluyó con el transcurrir de los días y su  recuerdo terminó perdiéndose entre tantos otros que fui acumulando con los años. Por eso esta tarde cuando el muchacho me preguntó mi nombre y que yo busqué desesperadamente la respuesta en el retrovisor de mi coche tuve como una sensación de déjà vu cuando le dije que me llamaba Joel.
J.G. Hood.

lunes, 10 de junio de 2013

El muchacho indígena.

Me habían hablado del indio que estaba de criado en la casa, pero los primeros días, contaminado de prejuicios, me mantuve distante e indiferente a su presencia. Fue esa imagen de su torso desnudo y de su sexo insinuándose bajo el short la que lo reveló a mis ojos. Pasaba mis vacaciones de verano con mi padre en casa de mi abuela. Como era costumbre después del almuerzo, me quedé jugando en el patio mientras los demás dormían, pero aquella siesta,  en lugar de dar vueltas y vueltas por los corredores de la casa,  preferí sentarme en la mesa grande que daba justo frente a su habitación sin puerta. Desde mi posición podía verlo dormitar en la pieza, las piernas extendidas en la cama y la piel oscura contrastando sobre las sábanas claras.  Me puse a barajar unas cartas como si jugara con ellas aunque en realidad aquello no era otra cosa más que un simulacro para poder espiarlo. Eran los años más virulentos de mi adolescencia y mis ojos iban y venían del patio al interior de la habitación esforzándose por adivinar las formas de su cuerpo,  provocando que el elástico de mi ropa interior cediera a la presión de mi excitación. De pronto,  abrió los ojos, me vio y sonrió levemente. Asustado hundí la mirada en la mesa. Lo sentí dejar el cuarto y venir a mí. Se quedó callado observándome manipular las cartas.  Necesité de unos segundos para sacarme el miedo y lograr por fin pedirle que me acompañara. Aceptó y se puso a mi lado para escuchar mi explicación porque me dijo que no sabía jugar. Era la primera vez que hablaba con él, que lo tenía tan cerca  para apreciar por ejemplo su nariz pronunciada que le daba a su rostro una virilidad que los muchachos de su edad no tenían. No tuvimos tiempo de iniciar la partida. La voz de mi abuela ordenándole no sé que cosas  interrumpió nuestro juego y un aire de decepción se dibujó en su rostro. En todo caso el intento me sirvió de excusa para comenzar a frecuentarlo.  Mi abuela desde el principio desaprobó aquella amistad. Siempre que podía me recordaba su profundo desprecio por los indígenas. Me resulta curioso cuando pienso que su cara, la mía, la de todos en ese pueblo perdido,  se diferenciaba poco de la de aquel muchacho que ella tanto despreciaba por ser indio.  Todo en él le molestaba. A mí en cambio cada día que pasaba a su lado él me atraía más,  sólo me faltaba el coraje para hacérselo saber.
Un día que estábamos trepados a un árbol cerca de la casa, él sentado frente a mí con las piernas abiertas de par en par, no pude contener mi deseo y  le toqué el sexo.  Mi gesto fue rápido y un poco brusco pero suficiente para memorizar el contorno de su miembro antes de que él me retirara la mano.  No reaccionó molesto ni con violencia pero el movimiento me hizo resbalar del árbol. Los arañazos a lo largo de mis piernas y vientre  no me dolieron tanto como el verlo castigado por culpa mía. No tuve cara para cruzarme con él durante días. Me carcomía la culpa y también el miedo de que contara algo, de que no me lo perdonara nunca. Pero el día de mi cumpleaños se acercó a mí con un regalo.  Era una lechuza pequeñita acurrucada en el fondo de una caja.  No me atreví a hablar de lo que había pasado en el árbol ni a pedirle disculpas,  él tampoco mencionó el tema. En la casa mi abuela pegó el grito al cielo cuando vio el ave. Decía que las lechuzas traían piojos y mala suerte. Nos ordenó que la regresáramos a su nido. Yo por supuesto no  obedecí  la orden. Decidí conservarla a escondidas de todos y con ayuda suya funcionó por un tiempo hasta que lo descubrió mi padre. Esta vez le desligué de toda responsabilidad para que solamente me castigaran a mí.  La desobediencia dejó en mis piernas la marca roja del cinturón de mi padre. Dolido me refugié a la sombra de un algarrobo desde donde no se veía la casa. Él me había seguido los pasos sin decir nada. Me senté bajo el árbol y oculté mi cabeza entre mis rodillas para que no me viera llorar. Algo de vergüenza me daba hacerlo frente a él. Ni si quiera  lo vi lagrimear el día que mi padre le castigó por mi culpa,  por eso no quería que me viera en ese estado. Recuerdo que le pedí que se fuera pero esperó a que me calmara y después se sentó a mi lado, tan cerca que cuando incliné ligeramente la pierna hacía él ésta hizo contacto con la suya. Él, en lugar de alejarla,  la dejó pegada a la mía y fue acercando primero su hombro, luego su respiración, hasta que todo su cuerpo se dejó caer sobre mí. Entonces tomó mi mano derecha y la introdujo entre sus piernas. Sentí su miembro en erección palpitando tras la tela del short pero yo mantuve la cabeza entre mis rodillas tratando de dibujarme mentalmente su sexo. Cuando volteé para verlo descubrí su rostro pegado al mío, su boca respirando sobre la mía impidiéndome que avanzara hasta su verga.  Me contenté con  liberarla por la entrepierna del short y acariciársela en esa posición. Mi mano subía y bajaba el tallo de su miembro, lo sujetaba con fuerza repitiendo el mismo movimiento de cuando me masturbaba pensando en él. Pronto su esperma salpicó su vientre y se me escurrió entre los dedos. Se levantó  de prisa para limpiarse con lo que encontraba. Se había bajado el short para evitar que se le manchara.  Mientras se limpiaba frente a mí vi su cuerpo desnudo a  la luz del día. Una línea de  sudor se deslizaba por su espalda morena.  Se sacudió el pasto que se le había pegado en los muslos y brazos para luego volver a ponerse rápidamente el short. Se marchó sin despedirse ni decir nada. Yo me quedé sentado en aquel lugar sin  intención de regresarme aquel día pero cada tanto él me silbaba desde la casa llamándome. Ya bien entrada la noche y viendo que no regresaba, vino a buscarme por orden de mi padre. Tuve que seguirle. Conocía los castigos de mi padre y temía  que se molestara aun más. Además el hambre ya no me dejaba pensar. Cuando volvimos  todos estaban acostados. Él se retiró a su pieza y yo me hice pequeñito para no despertar nuevamente la cólera de mi padre. 
La mañana siguiente cavilé durante horas al no verlo por la casa. No habíamos hablado de lo ocurrido la noche anterior.  Luego supe que se había ido con mi padre a cazar.  A su regreso me puse a mirarle mientras faenaban las presas atrapadas. Él me miraba a veces y sonreía. En un momento lo distraje y dejó caer  uno de los cuchillos. La distracción le valió una reprimenda por parte de mi padre pero no dejó por ello de seguirme el juego que se extendió al almuerzo y provocó que nos llamaran la atención varias veces ese día.  Durante la siesta, como todas las otras,  yo me quedé despierto. Un  silencio pesado y caliente invadió la casa.  Lo vi acostado en su cama pero no estaba durmiendo, sino mirándome. Entonces pasé frente a su pieza y le dejé saber que salía.  Nos encontramos bajo el mismo algarrobo del día anterior. Me recosté contra el tronco y él fue acercándose a mí igual que un venadito salvaje. Se colocó a mi lado y luego de mucho pensarlo extendió finalmente sus manos para acariciarme el pecho, las nalgas, el sexo hasta que se bajó el short y  me mostró su verga tiesa balanceándose en el aire.  Después la apretó contra mi cuerpo y empezó a frotarse contra él. Me sacó la ropa, me besó el cuello. Yo le besé los labios,  también le besé el cuello mientras mis manos le recorrían el cuerpo. El calor de la siesta era intenso y  lubricaba nuestras pieles de sudor haciendo que nuestros cuerpos se deslizaran  fácilmente. Ya íbamos cayendo al suelo cuando el golpe de un latigazo sobre nuestros cuerpos nos separó de pronto. Era mi padre que se abalanzaba con su cinturón sobre nosotros.  Al no poder dormir por el calor de la siesta y no hallarnos en la casa se puso a buscarnos. Sus sospechas desde que nos había visto demasiado cercanos el uno al otro lo guiaron hasta el algarrobo. La escena que descubrió le incendió de rabia. Pensó que aquello se me pasaría luego de otros buenos cintarazos. Mi abuela por supuesto le echó la culpa al indio.  Algunos días más tarde, tras verme rondar la casa como un  fantasma, mi padre y mi abuela decidieron que mis vacaciones se terminaban ahí. Regresé a la ciudad con mi madre y nadie nunca en la familia comentó aquel verano.  Yo en cambio luego de tantos años no consigo  olvidarlo. Todavía hoy vive en mi memoria aquel muchacho indígena que asustado huyó al monte y no volvió más.  
                                                                                                                              J.G. Hood.      

miércoles, 15 de mayo de 2013

Relato VI

          No estaba buscando nada. Comencé a mirarle porque me pareció atractivo y una buena ocasión para distraerme.  Pero lo que comenzó como un juego pronto se me escapó de las manos. Su aspecto de chico Ralph Lauren, sus ojos profundos y verdes me llevaron a sentarme justo frente a él. Después su camisa entreabierta  hizo el resto.  Me puse a observar su torso como adivinándolo bajo la tela. Tuve ganas de desabrocharle algunos botones más, de esparcir mis dedos sobre su pecho e ir bajando. La idea fue excitándome poco a poco hasta que ya no pude ocultarlo. Sus ojos se habían detenido sobre mi bragueta. Él comprendió de inmediato lo que me estaba pasando.  Sudé frío. Pensé que me tomaría por un pervertido. Sin tiempo para prevenir a mi propia consciencia me levanté. Disimulé con dificultad el bulto entre mis piernas y abandoné el vagón. Me ardía el rostro, de la vergüenza seguro pero no me detuve a mirar detrás de mí.   Sólo caminé para dejar la estación cuanto antes. Me dirigí a la escalera mecánica más cercana, lo más rápido que pude. Ya sobre ella  una mano se posó en mi hombro, me obligó a girar para ver de quién se trataba.  Era él extendiendo su mano hacía mí. Creí ver un puño amortiguándose en mi cara aunque en realidad la mano me acercaba un teléfono parecido al mío.  Mi mente hiló las imágenes y todo se volvió evidente. - ! Ah, sí mi teléfono! - Dije y casi se me atora el pie en la escalera. En aquel momento no me hubiera disgustado que  me tragara aquella máquina.  Prácticamente se lo arranqué  de las manos sin atinar a darle las gracias por el gesto. Me sentí extremadamente torpe.  Por suerte él supo romper el hielo con una sonrisa, después me recorrió el cuerpo con la mirada.  El calor en la cara de hace unos instantes comenzó a concentrarse entre mis piernas. Sentí como se me desperezaba otra vez el miembro. Introduje las manos en mis bolsillos para disimular cualquier forma que pudiera delatarme. La tensión entre los dos nos dirigió  hacía la oscuridad de unos árboles en una esquina.  Durante los pocos metros que hicimos juntos alcancé a rozar su cuerpo y cuando se detuvo, se colocó frente a mí, tan cerca que pude sentir su aliento resbalar por mi mejilla y entrar en mi boca. Su cuerpo entero desprendía un calor que me atraía a él y como si me balanceara el viento fui acercándome a su cuerpo,  cada vez más cerca hasta que sus labios tocaron los míos y mi lengua se enredó a la suya. No me importó que aquello fuera en plena calle, tampoco me hubiese preocupado si nos hubieran visto. Estaba como embotado y fuera de mí.  Lo único importante era la sensación de su cuerpo recibiéndome entre sus brazos. Deslicé una mano sobre su pecho y pegados como estábamos pude sentir su sexo endureciéndose contra el mío. Aquel beso en mi memoria duró largo rato aunque apenas fueron segundos. Éramos dos tipos devorándonos en público pero que más daba, el tipo besaba despacito, me sujetaba a él como si temiera perderme y ciertamente algo perdido yo estaba. Me costaba resistirle, pensar en frío. El No difícilmente alcanzaba a oírse en el fondo de mis pensamientos. Cuando por fin lo oí ya estábamos subiendo a su piso pero antes de entrar me detuve y sin explicarle nada lo dejé allí esperando. Luego supe que se enfadó bastante. Sí, me fui y la explicación es simple; cuando vi reducirse aquel beso a un simple encuentro de una noche o pocas horas, recordé lo insípido que me resultaba el sexo pasajero,  lo incómodo que es hacerlo cuando está vacío de palabras porque nada se sabe del otro.
 Es verdad, camino a casa me arrepentí de la decisión tomada. Pasé aquella noche y otras más pensando en él. En el recuerdo su  belleza había adquirido una insospechada perfección. Pero volvimos a cruzarnos y algo ya era distinto. La curiosidad me llevó a invitarle un trago. Sus palabras fueron desvelando a un chico banal y no tan atractivo como lo quise ver. Nuestra conversación pronto tomó el matiz de una simple transacción entre cuerpos; posiciones, medidas fueron expuestas sobre la mesa como quien vendiera un producto. Comprendí que la perfección quedó en aquel beso y que el resto era cosa perdida. Pagué los tragos y por cortesía intercambiamos números. Quedamos en vernos. Lo cierto es que ni él, ni yo volvimos a insistir. Quizás el desencanto fue mutuo. Pero ya no importa,  yo no buscaba nada. 
J.G. Hood.

lunes, 6 de mayo de 2013

Pequeñas leyendas.

Antes del tiempo el vacío lo llenaba todo. Sólo los dioses, infinitos en número, contemplaban aquel universo sin vida. Uno de ellos, el viento, había creado a un ser parecido a los hombres de hoy. Lo esculpió soplando las montañas primitivas y le dio la belleza de los dioses. Sin embargo no consiguió que su creación se levantara del suelo.  Aquel ser permanecía tendido sobre la tierra como atrapado en un sueño, inmóvil y desnudo al igual que las rocas en las que fue tallado. Entonces el cielo, que también era un dios, atraído por la belleza de aquel ser expuesto bajo sus pies se detuvo a contemplarlo y a observar sus formas imaginándose que lo acariciaba y que se abrazaba a él. La excitación  hizo que dejara caer unas gotas de su esperma sobre él cuerpo de la criatura.  Cuando el líquido se deslizó sobre la piel de aquel ser, éste despertó del sueño profundo en el que había nacido y allí él, que nunca antes había visto el color del cielo, se quedó fascinado por el azul profundo e inmenso que percibían sus ojos y parecía abarcarlo todo. Pensó que si caminaba hasta donde se juntaba con la tierra llegaría a tocarlo. Se puso en marcha hacia el horizonte lejano donde creía se encontraría con el cielo pero a medida que caminaba el horizonte parecía alejarse de él y por más que corriera rápido no lo alcanzaba. Así corrió y siguió corriendo hasta que de pronto cayó en el dios-abismo que se abría en su camino. El  cielo desesperado al ver como la criatura caía en los brazos del otro se lanzó del firmamento para atraparla. Pudo apenas tomarlo entre sus brazos cuando ya ambos se estrellaban contra el suelo. Del cuerpo de aquel ser brotó la primera sangre que se mezcló a las chispas en las que se deshizo el cielo. En el lugar  surgió un gran río de fuego rojo que colmó  desfiladeros y valles secos. Tras secarse el río, en su lecho nacieron las plantas, las bestias y los primeros hombres. Cuentan los antiguos que allí donde los dos cayeron, el río de fuego sigue brotando de la tierra como aquel día en memoria de ellos.

J.G. Hood.

jueves, 17 de enero de 2013

Relato III

 El túnel lo arrojó sobre el andén plagado de gente. Avanzó sin ganas por entre los cuerpos. Conoce el trayecto de memoria y hasta puede anticipar cada uno de sus movimientos. Mucho antes de llegar sabe donde se detendrá, la salida que tomará al descender e incluso la posición que elegirá esta noche al acostarse. Todo en su vida tiene un orden. En ella no hay espacio para el azar, tampoco para las dudas. Esta especie de vida guionada le resulta cómoda, segura. Se convence de que en cualquier otra se hubiese abandonado a quien sabe que peligros. Él es un buen tipo, buen amigo, trabajador irreprochable. Tal vez un poco predecible pero un tipo tranquilo después de todo. Lo que nadie sabe es que a veces algo le altera. Algo que él no nombra y que sin embargo conoce. Le sucede cada vez más seguido, sobre todo ahora que se va poniendo viejo. Sube todos las mañanas al mismo vagón porque va más vacío, porque se detiene justo frente a él. Pero esta mañana tuvo que reaccionar rápido. Había más gente que de costumbre. Los cuerpos no cabían y las puertas estaban cerrándose. No le quedó de otra, pasó al siguiente. Entonces algo más que el cambio de vagón desentonó en su rutina.  Le llamó la atención su presencia. Nunca antes se habían cruzado. Él pensó en todas esas mañanas que pasaron tomando el mismo camino pero sin verse. Por pudor o por respeto no se atrevió a mirarle de golpe. Prefirió dejar pasar un tiempo hasta que le vencieron las ganas y empezó a observar los detalles. Comenzaba a gustarle ese movimiento que hacía al peinarse el pelo con las manos. Se imaginó que esas manos eran las suyas y se vio acariciándole los cabellos. Se veía bastante joven. Le calculó unos veinte, quizá menos porque su piel parecía apenas recién mudada. Después sobrevoló su cuerpo. Se lo imaginó desnudo, seguramente poblado de diminutos vellos trasparentes. De pronto comprendió que estaba deseando al muchacho. Trató de rescatarse de esa fantasía pero sus ojos se obstinaron en los labios del chico. Los tenía enrojecidos como si acabaran de ser devorados por otros labios. Se preguntó si estarían tibios o húmedos, quiso mordisquearlos, abrirse paso entre ellos, alcanzar esa lengua escarlata que ocultaba la boca del muchacho. La imagen comenzaba a excitarle demasiado. Se sintió perturbado, avergonzado del esfuerzo que hacía para adivinar, por debajo de la camiseta,  las tetillas del chico. Quiso desvestirlo, comenzar a lamerle el torso, la espalda, ir bajando hasta sus nalgas, deslizarse  entre ellas, con la lengua primero, después con su sexo. Se imaginó sintiendo esa cálida estrechez apretándole la verga. Se vio avanzando dentro del  muchacho, sujetándole por la cintura y el cuello, después plegándose sobre su espalda para besarle la boca y respirar de ella sus gemidos. Quiso ver al muchacho cabalgar su miembro hasta que el chico se desarmara de cansancio sobre su pecho, aunque se hubiera contentado con rozarle la piel en aquel momento. Su sexo se lo estaba pidiendo. Sentía como brotaba un tibia humedad en la cúspide de su miembro que amenazaba con desgarrarle la bragueta. Por suerte la cordura, también la vergüenza, le devolvieron a su realidad de pasajero y de desconocido. Esa imagen de padre ejemplar y buen marido le golpeó como látigo la memoria. Se sintió incómodo. Estuvo un tiempo desorientado en sus pensamientos. Hasta creyó ver al muchacho buscando su mirada mientras se perdía entre la multitud que bajaba, pero de esto ya no estaba seguro. Luego se sintió algo tonto y hasta culpable. Las horas del trabajo le ayudaron a olvidar el episodio. Pronto todo le pareció lejano y absurdo. No pensó en ello durante el almuerzo, tampoco pensó al salir del trabajo. Sin embargo el regreso a casa le impone un silencio del que no puede escapar. Inevitablemente vuelve a lo de esta mañana. Se prohibe recordarlo pero recuerda mientras avanza sobre el andén. Se detesta pero no se detiene donde siempre. No elije el tercero, pasa al siguiente. Una vaga esperanza le brilla en los ojos. Ya sabe lo que hará mañana.

J.G. Hood.

domingo, 29 de julio de 2012

Relato IV:El hombre del metro.

El hombre de traje está mirándome. Finjo contar las estaciones que faltan. El sonríe y sabe que no me desagrada su mirada. Rodeará los cincuenta. Las canas en su pelo y las líneas que se disparan del contorno de sus ojos le sientan bien.  También le sientan bien el traje azul, los zapatos negros y el maletín de cuero.  Me mira intensamente con ojos azules pálidos.  Hago como si no me diera cuenta  pero mis labios me traicionan, quieren sonreírle, tenderle un saludo. La gente se amontona en el metro y yo me ubico  frente a él. Para sostenerme me sujeto con una mano al tubo metálico y veo como su mano se acerca  peligrosamente a la mía. Los cuerpos me empujan e inevitablemente me aproximo a él, tan cerca que siento su perfume y su olor a hombre transpirado. Lejos de repelerme, hay algo que me atrae en esa mezcla de aromas.  Los diminutos pelos de su mano se están frotando ya contra la mía. Más allá de su chaqueta desabrochada veo su camisa humedecida de sudor que casi transparente me insinúa su torso cubierto de vellos. Sigo el camino que traza el sudor en su camisa y de pronto estoy contemplando la  ligereza de la tela de su pantalón. Descubro su entrepierna y  tras su bragueta se adivina la posición de su miembro en reposo. Creo que  desabrochar la hebilla de su cinto no sería tan difícil. Me da curiosidad descubrir la forma que tiene su sexo, el aroma que desprendería pero  regreso a sus ojos  y veo que está mirando mis  labios como si buscara morderlos, devorarlos de un bocado. De pronto el metro frena bruscamente, chilla el metal de las vías  y nuestros cuerpos hacen contacto e inmediatamente vuelven a sus posiciones anteriores. Queda entonces la estela de su mano deteniendo mi caída, queda sobre mí el calor que exhala su cuerpo. Estamos aún más próximos,  milímetros apenas nos separan. Ahora me agarro al asidero del metro con ambas manos y una de ellas se posiciona a la altura de su bragueta. La gente se mueve y se ajustan los espacios. Empujado por los cuerpos que fluctúan su entrepierna se acerca a mi mano, la roza, a veces se aprieta contra ella y luego se retira. Repite  el movimiento otras veces y  me percato del bulto que se va formando bajo la tela. Su verga se endurece por el contacto con mi mano inmóvil. La repetición del gesto me permite sentir como se despereza su sexo. La curva se acentúa en su bragueta y  su miembro se pone en evidencia. El pudor le obliga a cubrirse con el maletín. Me sonríe nuevamente como si estuviera excusándose por la reacción de su cuerpo y sin embargo a mí no me molestaría seguir  sintiendo su sexo apretado contra mi mano. Intenta un movimiento para mostrarme lo duro que se ha puesto. En agradecimiento me paso la lengua por los labios y yo también intento un acercamiento pero las puertas del vagón se abren, la multitud baja y sube apresurada y él parece seguirla sin dejar de mirarme.  Me dice adiós buscando que yo reaccionara pero no lo hago. Demasiado tarde. Las puertas se están cerrando. Lo veo en el andén buscándome pero no me encuentra. Yo le sigo con la mirada hasta que el metro se introduce en la oscuridad del túnel. Ahora el único reflejo que veo es el mío en los vidrios de las puertas. 
No sirvió de nada descender en la siguiente estación, volver sobre mis pasos, esperarle  o buscarle en otras miradas. Simplemente ya el hombre no estaba.

J.G. Hood.